Piedad.

El Papa tiene la culpa

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Piedad.

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Mi bisabuela materna se llamaba Piedad, bueno en realidad era sólo de crianza ya que. Mi verdadera bisabuela nunca tuvo contacto con nosotros, cosa de otra historia que algún día les relataré. Piedad nunca supo de letras ni de números al igual que la mayoría de mexicanos de inicio del siglo pasado. La vida le tenía para ella un mejor destino, el de ayudar a traer la vida a este mundo, era partera.

Muy joven se juntó con Blas, de oficio pescador, y así empezaron a formar su pequeña familia, la lucha constante por el vivir. Por el sustento, el trabajo que a veces parecía inagotable e insuficiente para la crianza de los hijos, y entre ellas una niña “ajena”, mi abuela. Piedad había ayudado a bien parir a un gran número de mujeres en este pueblo que para ese entonces todavía era pequeño. Poblado de oficios campesinos y artesanales, todavía sin vislumbrar en la ciudad industrial y comercial en lo que se convertiría a partir del último tercio del siglo pasado.

El trabajo de partera era muy demandado en aquel entonces, pues el México postrevolucionario necesitaba repoblar al país con nuevos hijos. Nuevos ciudadanos que disfrutaran las mieles de la recién finalizada Revolución, además para ese entonces las clínicas de atención pública eran inexistentes. La gente con recursos tenía acceso al médico particular ya sea aquí o en la ciudad capital, los pobres, que era la mayoría, tenía que recurrir a mujeres que como. Piedad había aprendido el oficio de comadrona, el de “traer” a los hijos del pueblo a este mundo, darles seguimiento. Cuidados y recomendaciones durante todo el embarazo a las futuras mamás y al final asistirlas en el alumbramiento. Sin más herramientas que el conocimiento empírico, unas cuantas sábanas limpias y, como siempre decía ella, el favor  y la bendición de Dios.

La gente del pueblo le tenía estimación y cariño a Piedad, al menos eso era lo que le demostraban en su paso por las calles. No había ida al mercado en que no se topara con señoras, y los hijos de éstas, e interrumpieran su camino para saludar a la mujer. Desearle  buenos días, y si sus posibilidades les eran propicias, ofrecerle una naranja o una guayaba como muestra de su cariño y admiración. El cumulo de chiquillos también le ofrecían pleitesía a la mujer puesveían a la partera como una madrina. Los médicos también daban la importancia al trabajo de Piedad, inclusive a veces la consultaban y pedía recomendaciones, pues reconocían la sabiduría de la mujer. Y en más de una ocasión le dieron el reconocimiento y el mérito de las acciones y decisiones tomadas durante el alumbramiento para salvar la vida de más de una criatura.

Pero Piedad tenía una característica que la distinguía a un más. Apenas la mujer escuchaba el triste repique de campanas avisando el deceso de alguien del pueblo. Y en seguida se daba la tarea de averiguar quién había sido el difuntito y sin importar que lo conociera o no. Se daba el tiempo en la noche, y a veces la madrugada para acompañar a los deudos, rezar algunos rosarios, llegar, cuando su economía se lo permitía, con azúcar, canela y café como ayuda.

En ocasiones la acompañaba Blas, en otras iba sola. Cuando alguien le preguntaba el por qué iba a un velorio sin conocer al finado, ella respondía que en primera lo hacía por los familiares. Pues a veces no había quien los acompañara en el velorio y que la muerte del familiar era ya  tan dolorosa como para que además estuviera acompañada de la soledad. En segundo lugar porque hasta el alma más descarriada necesita de un rosario que acompañe su camino hacia la otra vida.

Así fue la vida de mi bisabuela entre partos y velorios. La paradoja de esta historia es que cuando Piedad murió no hubo alma, fuera de los familiares más cercanos. Que se presentará a acompañarla en su velorio, a pesar de la gente que la conocía y en apariencia la estimaban, al final ese último día nadie se acordó de ella. Ese agradecimiento que parecía le profesaban no tuvo manifiesto para la ya anciana mujer. De nada sirvieron los repiques de campanas anunciando su muerte ni los del siguiente día anunciando su entierro.

En la noche me acorde de mi bisabuela Piedad, de la que desafortunadamente sólo tengo el recuerdo de este relato que mi madre algún día me compartió. Si aquella señora no hubiera tenido el maravilloso gesto de adoptar a mi abuela. Cuando esta fue desechada por su madre, tal vez yo nunca hubiera existido y ustedes no estarían leyendo esto. Eso es lo que es digno de felicitarse, ¡Gracias Piedad!

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VÍCTOR HERNÁNDEZ. 

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